martes, 23 de marzo de 2010

Prohibido buscar continuidades entre el pasado y el presente

Texto tomado del cuadernillo Las abuelas nos cuentan, realizado por Abuelas de Plaza de mayo y el Ministerio de Educación de la Nación (2007).

El 24 de marzo de 1976, comenzó un proceso
de silenciamiento en nuestro país con el golpe de
estado que derrocó de la presidencia de la Nación
a María Estela Martínez de Perón y designó como
presidente al General Jorge Rafael Videla. A partir
de ese día empezó lo que los militares desde el
poder llamaron "Proceso de Reorganización
Nacional", y que hoy reconocemos como la dictadura
más sangrienta que vivió el pueblo argentino
y que se caracterizó por el uso de la violencia ejercida
desde el Estado.
Ese día la Junta de Comandantes en Jefe usurpó
el gobierno constitucional por medio de un golpe
de Estado, e instaló el terrorismo de Estado como
mecanismo generalizado y sistemático de represión
de la sociedad.
El terrorismo de Estado consiste en la utilización
por parte de un Gobierno de métodos ilegítimos
orientados a inducir el miedo en una población
civil determinada para alcanzar sus objetivos
sociales, políticos o militares, o fomentar comportamientos
que de otra forma no se producirían.
“Esta clase de terrorismo no es de manera
alguna equiparable al terrorismo ejercido por
personas o grupos (...) La razón es muy sencilla:
si soy agredido en mis derechos, libertades o
propiedad por otro individuo o por un grupo,
siempre me asiste el recurso de acudir a las fuerzas
públicas de que dispone mi Estado para mi
defensa. Por el contrario, si la agresión parte de
las mismas fuerzas públicas, entonces mi estado
de indefensión es absoluto, puesto que no existen
instancias superiores para mi resguardo dentro
del Estado. De ahí que el grado de criminalidad
que importa este terrorismo sea much o
mayor que el que pudiera ejercer grupo alguno”2
Hubo una continuidad entre la violencia represiva
de los años previos al golpe de 1976 y la que
desplegó la Dictadura Militar. Sin embargo, si bien
la represión clandestina y paraestatal se había
desarrollado en la Argentina como una política
desde mediados de la década de 1950 –siguiendo
los lineamientos de la “Doctrina de Seguridad
Nacional”–, la Dictadura Militar produjo un salto
en la escala y magnitud de la represión. Las acciones
de secuestro y asesinato realizadas por la
Triple A y los primeros campos clandestinos instalados
en la provincia de Tucumán en el marco de
la lucha armada contra la guerrilla, reflejos de una
metodología, dieron paso a un plan sistemático
que puso los recursos del Estado al servicio de un
mecanismo represivo cuya principal característica
fue la clandestinidad.
Porque el objetivo más amplio y no explícito
buscado por los golpistas y por quienes los apoyaban
fue el de reestructurar social y económicamente
el país, para lo cual necesitaban disciplinar
y someter a distintos sectores de la sociedad.
El método seguido por la dictadura militar para
lograr esos objetivos fue el de la represión cuidadosamente
planificada y sistematizada (como
probó el Juicio a las Juntas de 1985 y la CONADEP
creada durante el gobierno de Raúl Alfonsín) que
se desarrolló en forma clandestina e ilegal. Había
un estado terrorista paralelo oculto funcionando
junto con las instituciones más "visibles" y tradicionales
de la sociedad argentina.
Se trató, en realidad, de una acción terrorista,
planificada desde el Estado, consistente en: el
secuestro, la tortura, la desaparición y la ejecución
de personas que de alguna manera mostraban
su desacuerdo con la ideología gubernamental
o que los militares pensaban que podrían
llegar a estar en desacuerdo, extendiendo
esta sospecha a toda persona relacionada de
cualquier manera con un secuestrado. El destino
primero del secuestrado era la tortura, que se
l l e vaba a cabo en alguno de los más de trescientos
sesenta y cinco centros clandestinos de
detención que funcionaron en esos años. La
a d m i n i s t ración y control de este número de centros
da idea de la complejidad de este plan y de
la cantidad de personas invo l u c radas en su funcionamiento.
Quienes sobrevivían a la tortura
prolongada y sistemática, eran en su mayoría
“trasladados”. El “traslado” significaba el asesinato
de la persona secuestrada y era decidido en
el más alto nivel operacional.
Pese a que la Junta Militar estableció la pena de
muerte, nunca la aplicó, y todas estas ejecuciones
fueron clandestinas. En la mayoría de los casos los
cadáveres se ocultaban, enterrados en cementerios
como N.N. o quemados en fosas comunes.
Incluso, muchas víctimas fueron arrojadas vivas al
mar con bloques de cemento atados a sus cuerpos,
luego de ser adormecidas con una inyección. De
este modo, todas estas personas empezaron a recibir
el nombre de 'desaparecidos'.
Las personas víctimas de la represión se esfumaban,
desaparecían de sus casas y de todos
los lugares que solían frecuentar sin aviso y con
un rastro de violencia. En tanto ilegales, el
Estado no reconocía abiertamente haber hech o
estas detenciones.
Estas personas pasaban a una categoría indefinida:
no se los encontraba, a veces alguien había
visto que se los llevaban no se sabía precisamente
quiénes, nadie reconocía la detención. Pero tampoco
aparecían muertos. Habían desaparecido.
El origen del término “desaparecidos” lo da el
represor y genocida Jorge Rafael Videla cuando en
1978 y frente a las cámaras de televisión declara
impunemente: ”...no están ni vivos ni muertos,
están desaparecidos..."
Las desapariciones fueron muchas pero el plan
apuntaba a aterrorizar al conjunto de la sociedad.
Indefensa ante el Estado aterrorizador, se impuso la
cultura del miedo.
Con dicha práctica de “desaparición forzada de
personas” y con la institucionalización de campos
de concentración y exterminio, quedó organizada
una modalidad represiva del poder. Esta modalidad
implantó, mediante la violencia y la propaganda
grandilocuente, el terror y la parálisis. El trauma
vivido afectó a toda la comunidad convirtiéndose,
así, en trauma histórico3.
Hubo miles de desaparecidos: la CONADEP
constató en 1984 más de 9.000 casos. Los organismos
de Derechos Humanos corroboraron más de
30.000. La desaparición forzada de personas afectó
a hombres y mujeres de diferentes sectores
sociales de la población, de distintas edades y de
todo el país.
Entre las víctimas de la represión ilegal hubo
centenares de criaturas secuestradas junto a sus
padres, o nacidas durante el cautiverio de sus
madres que fueron secuestradas embarazadas. Los
niños fueron arrancados literalmente de los brazos
de sus padres, en forma violenta y sin explicaciones.
En algunos casos hubo situaciones en que fueron
dejados con vecinos de los padres secuestrados
o con personas que los protegieron hasta dar
con sus familiares.
¿Por qué también a los niños? Porque, durante
la dictadura, los militares consideraron que la
ideología que trataban de exterminar a través de la
desaparición de personas se podía transmitir a través
del vínculo familiar, en una especie de "contagio"
ideológico. Por eso hacían desaparecer a los
hijos pequeños y los entregaban, en su gran mayoría,
a familias de militares. Anular, borrar la identidad
y las raíces de estos niños, tenía como objetivo
que no sientan ni piensen como sus padres,
sino como sus enemigos.
El procedimiento de apropiación de menores se
llevaba a cabo de diferentes maneras. Algunos fueron
secuestrados junto a sus padres. Otros nacieron
en el cautiverio de sus madres que fueron
secuestradas embarazadas. Luego del parto los
hijos eran separados de sus madres. Los niños eran
entregados a familias de militares o relacionadas
con ellos, que estaban en "listas de espera” de un
nacimiento en esos centros clandestinos.
Los niños robados como “botín de guerra” fueron
inscriptos como hijos propios por los miembros
de las fuerzas de represión, dejados en cualquier
lugar, vendidos o abandonados en institutos
como seres sin nombre, N.N, o fraguando una
adopción legal, con la complicidad de jueces y
funcionarios públicos. De esa manera los hicieron
desaparecer al anular su identidad, privándolos de
vivir con su legítima familia, de todos sus derechos
y de su libertad.
Son centenares los menores que fueron privados
de su identidad, familia e historia personal y
criados como hijos propios por miembros de las
fuerzas represivas (Marina, Ejército, Aeronáutica,
Gendarmería y parapoliciales), además de los civiles,
médicos, parteras y funcionarios de la Justicia
cómplices que se los apropiaron mediante adopciones
fraudulentas.
Dentro de esta coyuntura, hubo vecinos que se
apropiaron de los niños impidiéndoles el conocimiento
de su historia. Estos casos (cuando el niño
fue localizado por Abuelas de Plaza de Mayo), se
resolvieron por la vía judicial que ordenó, tras las
pruebas de histocompatibilidad sanguínea, la restitución
a la familia.
Hubo niños dejados con vecinos que ubicaron
a sus familias para entregarlos. También hubo vecinos
que, desconociendo a los familiares, protegieron
a los niños hasta que lograron ubicarlos por
medio de las Abuelas de Plaza de Mayo.
Otros niños fueron entregados a instituciones
públicas como NN y dados en adopción. Con posterioridad
algunos adoptantes, sospechando el
posible origen del niño, se conectaron por amor y
con valentía con Abuelas de Plaza de Mayo. En
estos casos se consideró que actuaron de buena fe,
y se mantuvo la convivencia con la familia adoptante
en acuerdo con la familia de origen y en
estrecho contacto entre las mismas. Estas situaciones
se resolvieron sin intervención de la justicia.
Con los niños desaparecidos se produjo una
filiación falsa, amparada en el Terrorismo de
Estado, que les impidió el derecho a vivir con su
familia. Fueron sustraídos de un sistema de parentesco
e incluidos violentamente en otro. No pudieron
convivir con sus padres, que fueron primero
desaparecidos y luego asesinados, ni tampoco
pudieron criarse con los familiares de sus padres,
sus abuelas y abuelos, sus hermanos, sus tíos; quienes
nunca renunciaron a su búsqueda y a la verdad.
Así es que se sometió al niño a vivir en el
marco de una gran mentira, ya que los apropiadores,
al ocultar la verdad, se manejaron frente a él
como si nada hubiera pasado.
Sobre estos niños se ejerció violencia porque
fueron abruptamente separados de sus padres,
pues no fueron abandonados, sino robados y apropiados
ilegalmente; porque hubo ocultamiento de
identidad; incluyendo cambio de nombre y apellido,
cambio de fecha de nacimiento, en algunos
casos, incluso, cambio de edad y simulacro de
parto con falsificación de partida de nacimiento,
entre otros delitos; porque sufrieron adopciones
aparentemente legales, ya que hubo niños que fueron
dejados en instituciones y tratados como NN,
a pesar de que se conocía su origen; porque se vieron
sometidos a una convivencia con apropiadores
que obtuvieron un vínculo basado en la “desaparición
forzada” y el asesinato de los padres.
El poder totalitario nunca asumió la responsabilidad
de lo acontecido, negó su propia práctica de
burocratización de la muerte. Para ellos no hay
nombres, no hay cuerpos, no hay muertos, no hay
archivos, no hay responsables.
Mantener algo clandestino, ocultándolo para
que otros no sepan de ello, es siniestro. El niño es
sometido a vivir sin saberlo dentro del “secreto
familiar”, convive con algo que ignora aunque lo
presiente inquietante.
Desde esta perspectiva, el hijo apropiado es
también un desaparecido. Un desaparecido con
vida, ya que es alguien a quien se le ha ocultado
su identidad y desconoce su verdadero origen, su
verdadera familia, su verdadera historia. Por eso, se
habla de chicos desaparecidos.
Son los “desaparecidos vivos” de hoy que conviven
con sus apropiadores. “Desaparecidos vivos” a
los que se les somete a permanecer en la ignora ncia
del origen del vínculo que se basa en el asesinato
de sus padres y su propio robo. “Desaparecidos
vivos”, antes niños y hoy jóvenes y adultos, sobre
los cuáles se sigue cometiendo un delito; el delito
de secuestro y supresión de identidad.
Mientras tanto, en los años de la Dictadura
Militar, los familiares de los desaparecidos se sumían
en la angustia y salían a buscar a sus seres queridos
con todo el miedo a cuestas y a pesar de ese
miedo. Uno de los objetivos del aparato represivo
así armado era que la gente se mantuviera aislada,
que no pudiera unirse para buscar respuestas
colectivas. Tener un desaparecido en la familia se
convertía en un estigma. Muchos se alejaban por
miedo, por incomprensión, por la vaguedad misma
de la acción clandestina operada desde el Estado.
Nadie sabía qué podía desatar el terror, y el silencio
así generado dificultaba las acciones solidarias.
Había slogans publicitados por el Estado: "El silencio
es salud", "¿Sabe Ud. dónde está su hijo?".
Había frases que cruzaban a la sociedad –"en algo
andaban", "algo habrán hecho", "había que preocuparse
antes"– que condicionaban la forma en
que las personas se conectaban con la realidad.
Nadie oía, nadie veía, nadie hablaba...
abiertamente.
En medio del horror, el aislamiento y los murmullos
muchos familiares de desaparecidos se
"encontraron" en esa búsqueda compartida y se
animaron a hablarse y a agruparse en lo que hoy
conocemos como organizaciones de Derechos
Humanos. Las dos primeras fueron "Familiares de
Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas"
y "Madres de Plaza de Mayo".
Estos grupos funcionaban, básicamente, para
romper el aislamiento: al comenzar a encontrarse,
las personas tomaron conciencia de que su dolor
era un elemento que los unía, que su caso no era el
único, y de un modo muy tenue aún empezaron a
ver la magnitud de la represión. Se cruzaban en los
pasillos y oficinas de ministerios, regimientos, hospitales,
iglesias y antesalas de obispos, mientras trajinaban
buscando noticias de sus familiares. Se animaron
a decir abiertamente en voz alta y frases
completas lo que se murmuraba a medias tintas, y
fueron develando gran parte de lo que ocurría a una
sociedad que los miraba paralizada e incrédula.

http://www.abuelas.org.ar/material/libros/cuadernillo_noscuentan.pdf

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